21 agosto 2009

...ya he escrito: La felicidad

Creí que iba a ser mi momento de auto-lamento en el que podría explicar que estábamos en casa liados con el tema del despido, pero ella replicó que era madre de cuatro hijos y que se encontraba sola para sacarlos adelante. Como poco más podría añadir yo a ese cúmulo de vicisitudes vitales, opté por escuchar, que es lo mejor que se acostumbra a poder hacer en un taxi. Tenía dos hijos mayores y dos niñas pequeñas. Explicaba que a los mayores los habían despedido sin indemnización y yo quería llorarle porque a mi marido no le dan el despido improcedente que le corresponde. Callarme, sí, opté por callarme.
Pero ella no dejaba de mirarme por el retrovisor y yo no sabía bien, bien, sobre qué debía de hablar. Me habló sobre echar la vida para delante y sobre la felicidad. La felicidad, entendida como constructo social, había sido el tema de la conversación que había mantenido durante un buen rato con los amigos que me habían metido en el taxi de regreso a casa. La emoción instantánea no entiende de felicidad, según uno de ellos, pues una sencilla alusión a esta no representa más que un llamamiento a una convención previamente establecida. La felicidad entendida como una mierda, vamos, en la barra de un bar mientras tomábamos unos mojitos, mientras que la mujer del taxi me había hablado de aceptar las cosas como vienen e intentar ser feliz con ello.
Después de bajar del coche y de abrir la portería, me giré hacía la calle y me despedí con la mano. El taxi permanecía parado delante de mi portería y aquella mujer todavía miraba para asegurarse de que entraba en el edificio, o eso me pareció a mí. También me había hablado del karma de cada uno de nosotros. Parece ser que el karma se interpreta como una ley cósmica de retribución, o de causa y efecto, aunque las religiones dárdicas expresan diferencias en el significado mismo de esta palabra. La cuestión del karma había obedecido a mi segunda intención de auto-lloriqueo frustrado, pues mis amigos me habían tenido que sugerir el taxi porque no podía regresar a casa en mi propio vehículo después de los mojitos en la patética felicidad que nos rodea. La mujer reivindicaba esa historia tan vieja sobre si esto había tenido que ser así, seguro que obedecía a algún tipo de razón cósmica, porque resulta que todos tenemos nuestro karma. Yo creo que más bien se trataba de que había bebido, sin duda, más de la cuenta, pero ella había optado por mostrarse discreta con ese tema.
Y no dejaba de mirarme por el retrovisor. Esperó a que entrase en la portería. Mis amigos habían insistido en que no regresara conduciendo mi propio coche. Me había reído tanto en la barra del bar. Hablamos un rato en lengua francesa porque nos dio por ahí. Caminamos y caminamos. Habíamos cenado charlando sobre el valor del sexo y del amor. Ah! No, era sobre si las parejas de amigos pueden tan sólo limitarse a follar cuando las relaciones se convierten en más íntimas. Primero, habíamos visitado las fotografías de Robert Capa en la exposición del museo. Las cosas no parecen ser lo que siempre han parecido. Se impone la impostura. Y la felicidad no es más que el reconocimiento de una aparente regla social. Pero qué feliz es uno cuando los demás se preocupan de él.

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