04 octubre 2008

Esa cosa extraña llamada Amarcord



Fellini nos habla desde sus recuerdos de juventud adolescente en la película Amarcord. Los recuerdos, ese vago y a la vez definitorio objeto de nosotros mismos... ese espacio engañoso que nos permite vivirnos como sólo nosotros nos entendemos. Partiendo del punto de vista de la evocación, ese distorsionado y distorsionador elemento de la memoria, Federico Fellini repasa a través del ciclo de un año estacional la vida en una población costera del norte de Italia en los años 30 del siglo XX, un lugar poblado por una serie de personajes que lindan casi al completo con la indisoluble contradicción propia de la nostalgia: la de la fascinación y el desencanto.
Probablemente debemos preguntarnos sobre el valor de la anécdota como planteamiento discursivo narrativo, para desentramar el conjunto de historias que llenan el metraje de esta película; como también debemos cuestionarnos sobre la validez del exceso poético, para descubrir el entretenido puzzle estético que presenta el film. Difícil ejercicio, en definitiva, ya que nos guste o no el resultado estrictamente cinematográfico de Amarcord (vamos, la película), seguramente nos va a dar qué pensar.
Y es que para mí, pueda situarse o no con exactitud histórica... qué mejor metáfora de la guerra (y no precisamente la de las filas) que ese crudo, largo y frio invierno en el pueblo; qué mayor evasión en aquellos tiempos que la de las salas de cine; qué peor dolor que la muerte de esa madre que sintentiza la idiosincrasia italiana y ese baile de los chicos en la envolvente niebla, donde antes se ha perdido el abuelo de Titta, que recuerda sólo una niebla similar en el año 1922, ¿tendrá algo que ver esto con Mussolini?
Pero claro, Fellini también rememora los años en la escuela, las confesiones en la iglesia, las reuniones familiares, las manifestacions fascistas, la contemplación de las mujeres y la aproximación al sexo, los visitantes del gran hotel, las carreras automobilísticas del circuito de Monza... en definitiva, un anecdotario colorista y vital, en tono de sainete ("somos de sainete" afirma Miranda, la madre de Titta, en la caótica comida en casa), que representa una curiosa forma de aceptación de la vida.
Después de contemplar estos cómicos retales (Amarcord se revela como un delicado trabajo de patchwork), parece que ya los queremos, que estimamos a ese conjunto de personajes que terminan por reunirse en un descampado (diríase Europa después de la Segunda Guerra Mundial) a celebrar la boda de Gradisca, uno de los personajes que mejor hemos podido seguir durante el metraje. Los consideramos porque igual nosotros también hubiésemos formado parte de esa pequeña -alegre y grosera; divertida y nostálica; agitada y sufrida; temeraria y respetuosa - masa a la que parece que nadie ve desde el mismisímo transatlántico Rex, aunque hubiésemos remado un día entero para verlo.

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